En el verdadero “Who is who?” de la danza hay que poner quién formó al artista. En la danza (desde el ballet a cualquier modalidad del baile español o contemporáneo) como en la música, los intérpretes son el reflejo y la respuesta orgánica a sus maestros. No digo que en el resto de las artes esto mismo no funcione así, pero en el caso de la danza tanto la transmisión oral como la escolástica de ciertos métodos, perfilan al artista para siempre, son la base de su dibujo, por mucho que viaje, cambie de coreógrafos o de compañía o que se instale en una cultura ajena sus orígenes. No solamente es verdad aquello de que el pasado siempre vuelve, sino que somos ese pasado, si se quiere, proyectándose en el presente a través de una costosa y compleja dinámica de supervivencia y sustitución, finalmente la dialéctica de una profesión que a día de hoy no ha cambiado tanto como a veces se nos hace creer. Quizás nos está tocando también en la danza vivir el gran cambio. Tampoco es una sensación nueva. No hay más que revisar las memorias y testimonios de los bailarines, maestros y pedagogos de las primeras décadas del siglo XX en Rusia para entender esto cabalmente. Entonces el llamado GATOB [Gosudarstvenny Akademichesky Teatre Opery i Baleta], que fue en realidad el nombre oficial del Teatro Mariinski entre 1917 y 1935, antes de llamarse Kirov y de volver, tras la desintegración de la Unión Soviética a su nombre original, era un nido revuelto de inquietudes y de corrientes en constante polémica. Había muchos dimes y diretes entre los más conservadores y los más avanzados, los vanguardistas que se alineaban ya con los movimientos de la plástica como el suprematismo y la naciente abstracción y los que se llevaban las manos a la cabeza al ver un traje de primitivos plásticos; paralelamente y con timidez, los pies descalzos se habían colado otra vez en el escenario. Para muchos, el ballet estaba acabado como tal, para otros, el cambio afectaba no sólo a las formas externas de representación, sino medularmente al arte en sí, como si se tuviera que convertir en otra cosa para subsistir. Pues aquel momento cismático se superó, el ballet se siguió enseñando tal cual se enseñaba, el repertorio que había sobrevivido siguió respirando y aquí estamos, en la segunda década del nuevo siglo volviendo a la misma melodía amenazante. Ya ha habido dos amagos serios de acabar con el papel rector del aprendizaje: la entronización de la no-danza y el descubrimiento del bailarín virtual (o del no-bailarín, que no es lo mismo pero se parece). Y es por eso que sigue siendo tan importarte fijar lo que te dijo un día o te dice todavía el maestro. Sin los códigos muy asumidos como vocabulario y como linfa seminal, no se va a ningún sitio. Precisamente el ballet no se acabó ni se enterraron los tutús en esa época convulsa entre revoluciones, ajusticiamientos (tanto reales como figurados) y furia iconoclasta, por lo que los maestros habían depositado en los discípulos, por la solidez formativa y la experiencia. La experiencia pone de manifiesto (al menos en danza y ballet) que tras una buena obra rupturista hay un cimiento que se intenta subvertir, demoler o simplemente superar. La transmisión oral de un estilo, una combinación de pasos o el criterio de cómo hacer algo, es algo tan precioso como inasible. Todo esto viene a cuento porque estamos viviendo unos días de intensos relevos a nivel global en compañías, escuelas y otras formaciones, a la vez que se asiste a un claro cambio generacional, empezando por la Ópera de París.(continuará…)