A juzgar por la atención que le prestan los políticos, el Senado es la institución más irrelevante de nuestro edificio constitucional, aunque Zapatero haya tratado de darle cierto empaque político con su comparecencia mensual de rendición de cuentas. En ninguno de los debates electorales de alcance nacional ha merecido una sola mención. Desde el cinismo cabría decir que nadie se acordaría de él si lo derribaran los vientos de austeridad dominantes. Hay candidatos que han hecho campañas esforzadas en sus circunscripciones, pero su papel no pasa de actuar como teloneros de quienes encabezan las listas al Congreso.
La reforma del Senado, que obligaría a tocar la Constitución, ha sido una de las promesas más incumplidas de los programas electorales. La llevó Aznar en 1996 y Zapatero en 2004. Algún borrador llegó a avanzar hacia el consenso entre los dos partidos mayoritarios, pero nunca encontraron el momento adecuado para ponerlo en marcha, quizá porque su propia insignificancia institucional desaconsejaba abrir la caja de Pandora de una reforma de la Carta Magna y porque los partidos nacionalistas tampoco han visto nunca con buenos ojos un Senado de perfil federalista que ellos identifican con el "café para todos".