Luis Buñuel concibió sin banda sonora El ángel exterminador"(1962), quizá esperando o predisponiendo que Thomas Adès convirtiera la película en una ópera medio siglo después. Y que lo hiciera en el Festival de Salzburgo con los honores y los síntomas de un acontecimiento. Parecía abrumado el compositor británico entre los clamores y los bravos. Y debió impresionarle que un público aburguesado y conservador identificara The exterminating angel como el símbolo del porvenir de la ópera contemporánea.
Mérito de una obra vanguardista pero no hermética. Mérito de un asombroso montaje teatral que parecía un thirller macabro. Y mérito póstumo de Luis Buñuel, pues ocurre que la ópera en cuestión procede de la película misma, en la afinidad literal al guión, en el bucle de las escenas repetidas -creyeron algunos contemporáneos del cineasta que se trataba de un error en el montaje-, en la devoción al bestiario suerralista -ovejas, osos, delirios oníricos-, en la sátira vitriólica y grotesca de la alta sociedad.
En efecto, un grupo de amigos que vienen precisamente de la ópera se adhieren a una cena del matrimonio Nóbile y degeneran en animales feroces cuando asimilan que nunca van a poder abandonar la casa. Y no existe ningún motivo concreto que los retenga, pero la propia sugestión de encontrarse en una barca de náufragos -Buñuel tuvo presente el cuadro de Géricault- los expone a los peores instintos. Y evoca un cuento kafliano de Dino Buzzati, Miedo en la Scala (1948) que recrea la psicosis de una noche estreno en parecidas circunstancias: nadie se atreve a salir del teatro porque ha cundido el rumor de una amenaza abstracta en el exterior. Al menos hasta que el canturreo de un barrendero al amanecer retrata el ridículo y el esperpento.
Thomas Adès recurrió al compatriota Tom Cairns para escribir el libreto y responsabilizarlo del espacio dramatúrgico. Se explica así la integración mimética entre la trama y la escena, como se entiende el mecanismo evolutivo que ambos artistas incorporan a la pleícula de Buñuel, sobre todo porque la "banda sonora" le confiere mayor crudeza y tensión opresiva. Es una ópera despiadada, inmisericorde, más asfixiante, siniestra y desgarrada de cuanto se antoja la referencia original.
Y no escasean los pasajes cómicos ni ridículos, pero la "segunda parte" de El ángel exterminador se distancia de la ironía y de la mueca guiñolesca. Prevalece el retrato de una sociedad turbia, endogámica y ciega. Tan ciega que los protagonistas no se percatan del hallazgo conceptual que les proporciona Tom Cairns: una puerta gigantesca que son incapaces de cruzar por lo evidente que les resulta.
La tensión del montaje proviene de la tensión de la música. La dirige el propio Thomas Adès como Buñuel dirigía su película, y persevera en un lenguaje caleidoscópico, "políglota", corpulento, emocionante, provisto de felices hallazgos cromáticos, como un cuadro de Bacon, no exactamente tonal pero tampoco atonal ni inescrutable. Se diría además que el compositor británico es consciente de su linaje. Y que esta relación familiar con los antepasados -de Monteverdi a Britten- repercute en un homenaje a las grandes convenciones de la ópera, incluidos los dúos de amor en los vaivenes de un hermoso lirismo -¿Puccini?- y el aria final heredada a a la gran diva de coloratura.
Le correspondió cantarla en el trapecio de los sobreagudos a la soprano Audrey Luna, pero la propia naturaleza coral de la ópera -y de la película- contradice la habitual atribución de los protagonismos. Todos los cantantes -hasta 22- se han demostrado flexibles a un pormenorizado esfuerzo musical y teatral, incluidas las viejas glorias de Thomas Allen y de John Tomlinson, conscientes probablemente ambos de que su gigantesca carrera ha llegado a tiempo de formar parte de una revelación operística.
Era la sensación que predominaba al abandonar el teatro salzburgués. Se había producido un extraño consenso entre la vanguardia de la música de Adès, la audacia de teatral de Bairns y el entusiasmo de los espectadores. Luis Buñuel no había imaginado que "El ángel exterminador" alojaba en su embrión el porvenir de la ópera. Y no es una hipérbole. El propio Adès ha reconocido la influencia absoluta del cineasta. Y ha necesitado casi diez años para atreverse a resucitarlo en una sesión de espiritismo.
No estaba solo. El proyecto aglutina el concurso del Festival de Salzburgo, el Met de Nueva York y el Covent Garden de Londres. Una "unión temporal de teatros" que se atiene a las connotaciones mesiánicas de "El ángel exterminador" en cuanto la ópera resuelve el cortocircuito de la creación contemporánea y el fervor popular.
Y lo hace sin concesiones ni capitulaciones. Es un espectáculo complejo, pero también iniciático, como un sortilegio que incita la cooperación de los espectadores. Empezando porque las paredes de la Casa de Mozart -así se llama el teatro salzburgués- están recubiertas de cuadros de Max Ernst y de Giorgio de Chirico, y de fotografías de Man Ray, a medida de un "circuito" premonitorio o de un viaje lisérgico.
Se trata de entrar en trance, de mirar el escenario como un espejo. Y de salir de la ópera con ganas de comprar entradas para la siguiente función.