(*) Por José Antonio Blasco, Carlos Martínez-Arrarás y Carlos Lahoz
Hubo un tiempo en el que las palabras que identificaban a los espacios urbanos tenían un significado que aportaba informaciones diversas a los ciudadanos. Nos referimos a los nombres comunes, a la denominación urbana básica y no a los nombres propios, que se asignan como recuerdo y homenaje de personajes ilustres, hechos históricos, o elementos geográficos, entre otras muchas posibilidades dedicatorias.
Para profundizar en ello, nos centraremos en una categoría espacial determinada: las calles. Estas han sido identificadas históricamente con un vocabulario extenso, dentro del cual, el término calle era uno más de los muchos disponibles que, además, no actuaban como sinónimos porque incorporaban matices y datos complementarios que los diferenciaban.
Desde luego, “calle” es la denominación por excelencia, el apelativo genérico que se sobrepone a todos los demás. Pero su generalidad le impide ofrecer un sentido más allá de la expresión esencial del espacio, es decir, un lugar caracterizado principalmente por su fundamento dinámico, formalizado a partir de una directriz longitudinal muy dominante, que encauza y dirige el movimiento de tráficos diversos dentro de la ciudad.
La ampliación paulatina de las ciudades fue incorporando tramos de sendas que hasta entonces estructuraban el territorio. Estos nuevos ejes se sometían a la imprescindible transformación física (pavimentándose, por ejemplo), pero algunos conservaban su denominación para proporcionar informaciones adicionales. Es el caso de la palabra “camino” (Camino viejo de Leganés, Camino de Perales) [los ejemplos aportados pertenecen a la ciudad de Madrid, salvo los indicados expresamente] que, asociada a un determinado lugar, indicaba el destino final si se continuaba su recorrido. Otra de las palabras que, inicialmente, indicaba direccionalidad es “avenida”, aunque, en muchos casos, esa justificación orientativa acabaría desapareciendo y el término quedó simplemente para identificar una calle más ancha que las demás (Avenida de Andalucía, Avenida de la Paz). No obstante, en un principio sí solían ser amplias calles que apuntaban hacia el exterior de la ciudad, por lo que recibían el sobrenombre del lugar al que se dirigían (es curioso observar que, en algunas ciudades de trama rectangular, las que calles y avenidas expresan las orientaciones perpendiculares, como ocurre en Nueva York). Ese mismo carácter de itinerario quedaba expresado por la palabra “carrera” (Carrera de San Jerónimo, Carrera de San Francisco), aunque con un objetivo situado a menor distancia que, por lo general, estaba vinculado a un edificio de la propia ciudad (convento, iglesia, etc.). Un caso similar puede apreciarse en las “correderas” (Correderas Alta y Baja de San Pablo), que solían referirse a un tráfico ocasional especializado (por ejemplo, de romeros hacia una ermita, como es el caso madrileño citado), aunque hay ejemplos relacionados con otros eventos puntuales, como competiciones de velocidad ecuestre.