Empieza a resultar indecoroso y ofensivo utilizar las frases de manual al saludar a alguien. Los rutinarios “¿qué tal andas?” y “¿cómo va la vida?” pueden encontrarse con el silencio o con un disimulado rictus de angustia. O con lógico mosqueo si el interrogado, que está jodido, decide que detrás de ese saludo convencional no existe auténtico interés por saber cómo se siente. Y hay mogollón de gente sin culpa, sin comerlo ni beberlo, que ha sido condenada al miedo, esa sensación paralizante que machaca, crea insomnio, hiela los gestos, extingue la voz.